sábado, 15 de febrero de 2014

Sábados con amor de terciopelo

Salió del portal a toda prisa e incluso llevaba una de sus mejores sonrisas. Era sábado, esos sábados en los que ya tocaba. Ella.
Se miró en el espejo por última vez dándose cuenta de que no se había echado el perfume que a ella tanto le gustaba. ‘Me lo estará recordando toda la noche’, pensó. Se había puesto la camisa que a ella tanto le gustaba, era un día especial y no sabía por qué. Pensó en lo mucho que la echaba de menos, había estado contando las horas que quedaban para verla e hizo caso omiso del reloj; se plantó media hora antes allí donde habían quedado.
El lugar era uno de esos sitios en los que piensas que has estado antes, acogedores, llenos de chicas con jerséis y cafés en las manos. Llenos de chicos observando a las chicas con jersey. En las pequeñas mesas había flores mustias, y en la barra, la típica chica con los labios pintados de rojo. Olía a desayuno, a comida de mamá y sobre todo, olía a sábado con ella. Miró a la esquina donde siempre se ponían, se llevó una grata sorpresa.

Se alisó el pelo mientras que pensaba en que zapatos ponerse, siempre le obsesionaba lo que pensaran de sus zapatos. Cogió las llaves, las mariposas del estómago que le daban la bienvenida, un bolso y un ‘vuelvo pronto’ en la mesa. Sabía que no iba a volver pronto. Esa noche no quería dormir en casa. Tampoco quería dormir.
Miró el reloj por décimo quinta vez, le hubiera dado tiempo de elegir la ropa tres veces más. Paseo por la plaza y saludó a los vecinos que la miraban con cara de pillines. Llegó a su mesa de siempre, junto a la ventana;  palpó con la yema de los dedos el ‘te quiero’ que habían hecho con el cuchillo varios sábados antes. Nunca olvidaría esa mesa.

Vaya, siempre tan adelantada- le dijo él con cara de sorpresa.
No tanto como tú que también has pensado venir media hora antes, ¿sabes que odio eso de ti?- le preguntó con cosquilleo.
El beso fue demasiado corto, para el gusto de ambos, pero eso lo hacía más bonito. Pasaron las horas hablando con miradas que dejaban helados a ambos, con caricias de terciopelo y cortos besos tras una larga conversación.
Llegó la madrugada y con ella, el tener que echarlos a ambos de aquel bar, siendo los únicos que ya quedaban. Se dirigían a ningún lugar calle abajo, con el eco de sus risas de fondo, valientes de despertar a cualquier vecino. Con la pasión del vino, llegaron al portal en el que lo había visto todo durante todo ese tiempo que llevaban juntos. Subieron las escaleras; ésta vez más rápido que otras veces debido que a que las subían de tres en tres. Se miraban, se besaban como si fuera la última vez. Su amor radiaba por todo el edificio y no les avergonzaba aquello.
Primero fue él, que deshizo la cama, después fue ella que se preguntaba si era el calor de correr o el vino. Eran ambos. Después de gestos, caricias y palabras que ningún poeta se atrevía a decir en un poema, ella se dirigió a él:


Desnúdame, -le dijo- y luego quítame la ropa. 

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