Salió del portal a toda prisa e incluso llevaba una de sus
mejores sonrisas. Era sábado, esos sábados en los que ya tocaba. Ella.
Se miró en el espejo por última vez dándose cuenta de que no
se había echado el perfume que a ella tanto le gustaba. ‘Me lo estará
recordando toda la noche’, pensó. Se había puesto la camisa que a ella tanto le
gustaba, era un día especial y no sabía por qué. Pensó en lo mucho que la
echaba de menos, había estado contando las horas que quedaban para verla e hizo
caso omiso del reloj; se plantó media hora antes allí donde habían quedado.
El lugar era uno de esos sitios en los que piensas que has
estado antes, acogedores, llenos de chicas con jerséis y cafés en las manos.
Llenos de chicos observando a las chicas con jersey. En las pequeñas mesas
había flores mustias, y en la barra, la típica chica con los labios pintados de
rojo. Olía a desayuno, a comida de mamá y sobre todo, olía a sábado con ella.
Miró a la esquina donde siempre se ponían, se llevó una grata sorpresa.
Se alisó el pelo
mientras que pensaba en que zapatos ponerse, siempre le obsesionaba lo que
pensaran de sus zapatos. Cogió las llaves, las mariposas del estómago que le
daban la bienvenida, un bolso y un ‘vuelvo pronto’ en la mesa. Sabía que no iba
a volver pronto. Esa noche no quería dormir en casa. Tampoco quería dormir.
Miró el reloj por
décimo quinta vez, le hubiera dado tiempo de elegir la ropa tres veces más.
Paseo por la plaza y saludó a los vecinos que la miraban con cara de pillines.
Llegó a su mesa de siempre, junto a la ventana; palpó con la yema de los dedos el ‘te quiero’
que habían hecho con el cuchillo varios sábados antes. Nunca olvidaría esa
mesa.
Vaya, siempre tan adelantada- le dijo él con cara de
sorpresa.
No tanto como tú que también has pensado venir media hora
antes, ¿sabes que odio eso de ti?- le preguntó con cosquilleo.
El beso fue demasiado corto, para el gusto de ambos, pero
eso lo hacía más bonito. Pasaron las horas hablando con miradas que dejaban
helados a ambos, con caricias de terciopelo y cortos besos tras una larga
conversación.
Llegó la madrugada y con ella, el tener que echarlos a ambos
de aquel bar, siendo los únicos que ya quedaban. Se dirigían a ningún lugar
calle abajo, con el eco de sus risas de fondo, valientes de despertar a
cualquier vecino. Con la pasión del vino, llegaron al portal en el que lo había
visto todo durante todo ese tiempo que llevaban juntos. Subieron las escaleras;
ésta vez más rápido que otras veces debido que a que las subían de tres en
tres. Se miraban, se besaban como si fuera la última vez. Su amor radiaba por
todo el edificio y no les avergonzaba aquello.
Primero fue él, que deshizo la cama, después fue ella que se
preguntaba si era el calor de correr o el vino. Eran ambos. Después de gestos,
caricias y palabras que ningún poeta se atrevía a decir en un poema, ella se
dirigió a él:
Desnúdame, -le dijo- y luego quítame la ropa.
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