Se llevó largo rato junto al árbol que desde niña había
visto crecer, como ella misma había crecido. Ambos se miraron y se dijeron al
unísono entre el viento, lo mucho que habían cambiado. No pudo evitar sentarse,
cansada del largo viaje que había hecho. Se miró a sí misma, preguntándose qué
le había hecho coger el coche y huir a ninguna parte. Durante la huida, sólo
podía pensar en el dolor que le habían hecho. Cada lágrima que caía era un
cuchillo más entre sus costillas. Insignificantemente solo era capaz de hundirse
entre el humo que se esfumaba del último cigarrillo, que se desprendía poco a
poco con el viento de la ventana. Se comparaba tan bien con esa adicción. Ella
era un cigarrillo que mientras que alguien inhalaba, era fuego; el resto del
tiempo, solo sabía consumirse.
Lo odiaba tanto, y a la vez, le hacía sentir tan libre eso
de huir. Era la manera de evaporarse entre la multitud desconocida que le
rodeaba cada día, era la manera de escaparse de sí misma.
Mientras que observaba a los pájaros volar en forma de V, pensó
en maletas, viajes, nueva casa, nueva ciudad, nuevos libros que le acompañaran.
Una nueva vida en la que nada le pudiera recordar lo que había hecho mal y lo
que no. Entonces fue, cuando al ver la pequeña casa dónde había crecido, recordó
aquellos momentos en los que una herida le dolía menos que cuando una lágrima
de su madre caía y decía, que era una mota de polvo. En aquel entonces, no
entendía qué era lo que le pasaba.
Ahora, muchos años después, entendió que esas motas de polvo
se reducían a una palabra: Amor. Las cicatrices dolían, a veces intentaban
abrirse en el silencio del viento y el árbol. Fue en ese momento cuando se dijo
a si misma que no servía de nada escapar, ya que de quien pretendía huir
siempre seguiría dentro de ella. Comprendió, que de nada servía volver al
pasado, a su niñez, tenía que aceptar el amor ya fuese doloroso o no. Pero
cuanto le dolía, pensaba.
Miró las hojas caer por el viento incesante, en uno de los
atardeceres más bonitos que había visto. Por última vez echo una vista atrás,
sin dolor, sólo recuerdos. Decidió por eso, un pacto entre la niña pequeña que
corría despreocupada y ella, dejando allí sus cicatrices y el dolor. Dejando
las lágrimas que antes le dolían, olvidando, perdonando; reviviendo de nuevo en
el mismo sitio donde la habían visto nacer.
Un día me iré, me iré de verdad.
No sé si me ves, del todo capaz.
De cambiar, nombre y edad, y si me encuentras decirte:
“¿De quién me estás hablando?”
¿De qué me sirve salir de esta inmensa ciudad,
si de quien pretendo huir, seguirá dentro de mí, y eres tú?
Precioso... Triste y hermoso a la vez.
ResponderEliminarOjalá todos pudiésemos marchar, dejarlo todo, cambiar y no volver a ser nosotros mismos...
El final me ha encantado.
Y ahora me pregunto, ¿por qué he tardado tanto en pasarme por tu blog? A mis favoritos que vas.
Un besazo enorme.
Muchas gracias, y a tu pregunta.. pues no lo sé pero ¿nunca es tarde no? jajaja, siempre serás bienvenida a mi pequeño mundo. Un abrazo.
EliminarMe ha gustado porque muchas veces yo también pienso en irme a otra parte ... y que todo siga.
ResponderEliminarBesos con cianuro.